”Digamos que Fra Angélico es más un fraile pintor, que un pintor fraile”, tercia la historiadora del arte y divulgadora cultural Sara Rubayo. De hecho, el arquitecto Giorgio Vasari llegó a decir de él que nunca empezó una obra sin rezar antes. Durante su vida, a caballo entre Fiesole, Florencia y Roma, recibió encargos de distintos pontífices, pintó retablos, frescos o iluminaciones en libros sagrados, pero su obra maestra, aquella por la que es recordado casi seiscientos años después —nació cerca de Florencia en 1395 y murió en Roma en 1455—, es La Anunciación, que se puede contemplar, en la actualidad, en el Museo del Prado de Madrid. ”Se trata de una obra”, la describe Rubayo, ”en la que se encuentran lo terrenal y lo divino, por no hablar de la intención moralizante y educativa que atesora”. Además, la tabla no está exenta de una dosis de simbolismo. ”Hay un personaje del cuadro”, avisa la historiadora del arte, ”que, aunque nunca lo adivinaríamos, hace las veces de ojos y oídos de la Orden Predicadora de los Dominicos”.
La Anunciación constituye la parte central de un retablo con predela —o lo que es lo mismo, un retablo con banco, es decir, la parte inferior en la que descansa el grueso de la acción—, que está realizada con la técnica del temple sobre tabla y en la que se pueden contemplar dos escenas. ”El tema”, explica Sara Rubayo, ”está directamente inspirado en la Biblia”. En concreto, en el pasaje de San Lucas 1,26-38, donde se narra el encuentro entre dos mundos ajenos: el divino o espiritual con el terrenal o humano. Pero, ¿qué vemos en la escena protagonista? ”Antes de nada”, apunta la historiadora, ”hay que fijarse en la arquitectura, que Fra Angélico utiliza para enmarcar la escena principal y para evidenciar la perspectiva, algo que, al mismo tiempo, le permite introducir elementos renacentistas como los arcos de medio punto y los capiteles de las columnas, que sustentan el techo gótico pintado como un cielo estrellado”.
Lejos de mostrar algún tipo de asombro, la joven madre responde a su nueva responsabilidad con una reverencia serena: ”Lo percibimos al inclinar ella su torso y al cruzar sus brazos como en una especie de rezo”. Y es precisamente ese rezo, además de las sagradas escrituras que tiene la virgen, el canal de comunicación entre lo terrenal y lo divino. Con ese gesto, Fra Angélico demuestra su intención educativa, toda vez que ‘enseña’ a las personas que es posible hablar con Dios y que el rezo, la plegaria y la lectura son las formas correctas de hacerlo.
La segunda escena la protagonizan Adán y Eva en el momento de su expulsión del Paraíso. ”Ambos aparecen en una actitud muy dramática”, desliza Rubayo. A su alrededor, Fra Angélico demuestra su gran conocimiento en el campo de la botánica al pintar una multitud de plantas en un jardín típico renacentista.
La golondrina y la Orden Predicadora de los Dominicos
En esta obra, que pintó Fra Angélico entre el 1425 y el 1426 y que, por tanto, se encuentra a medio camino entre lo gótico y lo renacentista, no podía faltar algo de simbolismo. ”Lo encontramos en mi personaje favorito de toda la tabla”, bromea la historiadora del arte: ”La golondrina”. Se trata del único testigo de la escena y ejerce de representación de la Orden Predicadora de los Dominicos, de los que, tradicionalmente, se dice que aprenden observando y, a continuación, difunden la palabra de Dios. Por eso, estamos delante de una pieza que ensalza los pilares de dicha orden dominica: rezar, meditar, contemplar y predicar.
Esta no es la única anunciación que pintó Fra Angélico, pero ”sí que es la única en la que vemos con claridad ese rayo de sol que representa al mismísimo Dios”, aclara Rubayo. Años más tarde, los Medici le encargaron al fraile pintor la decoración del convento de San Marcos de Florencia, una obra que le llevó cinco años. Después, tanto el Papa Eugenio IV, como Nicolás V le encargaron pintar frescos en el Vaticano y hoy se conservan sus trabajos en la Capilla Niccolina. Todo el empeño que puso en las pinturas religiosas, en el rezo y, sobre todo, en la predicación llevaron a otro pontífice, en este caso, uno mucho más moderno, a canonizarlo. En 1982, el Papa Juan Pablo II lo convirtió en santo y, al cabo de dos años, fue nombrado patrón de los artistas.