El filósofo reflexiona sobre el tipo de enseñanzas que se pueden extraer de esta crisis y subraya otras plagas como el deterioro de la educación, de la cultura y del conocimiento
Cuando todo son preguntas y miedo, la filosofía, el más esencial y uno de los más postergados de los saberes, es un faro que alumbra caminos en la noche. Y aunque él no se considera cosa tan importante como un faro —“sino una velita con poca cera”— el filósofo Emilio Lledó (Sevilla, 92 años) es una de las luces de referencia del pensamiento español. Bien a resguardo en su piso de Madrid, del que solo baja a comprar el pan y a llevarse algún chasco como ver que faltan sus latas de conserva preferidas en el supermercado de su barrio, nos atiende por teléfono para aportarnos sus serenas reflexiones sobre la insoslayable epidemia del coronavirus. Esta noche, un documental de La 2, dirigido por David Herranz y Alberto Bermejo para la serie Imprescindibles, repasa su biografía.
Pregunta. ¿Cómo está viviendo todo esto?
Respuesta. Bien, dentro de lo que cabe. No me aburro porque tengo la compañía de mis libros y leo. Dialogar con los clásicos es siempre una maravilla, y si cabe más aún en momentos de soledad. Me reconforta mucho en medio de este caos que no alcanzo a comprender.
P. ¿Con quién está dialogando estos días?
R. Con Homero, estoy releyendo su Odisea en griego. Y Misericordia, de Pérez Galdós. Y de cuando en cuando cojo el Quijote, abro por alguna página y lo leo. También acabo de leer El infinito en un junco, de Irene Vallejo, que es una pasada. Por lo demás, no me siento inspirado para escribir pero voy tomando algunas notas de cosas que se me ocurren sobre esta situación inaudita, inexperimentada.
Aviso —dice la web de la RAE—: la palabra inexperimentado no está en el diccionario. Ah, pero estamos hablando con Emilio Lledó, miembro de la propia Real Academia Española desde 1993, autor de Filosofía y lenguaje (1971), Lenguaje e historia (1978), Premio Nacional de Ensayo 1992 por El silencio de la escritura y Premio Nacional de las Letras 2014, entre muchos otros altos reconocimientos que lo acreditan como un maestro de la lengua, y por tanto aquí no importan los avisos.
P. Inexperimentada, dice.
R. Sí, no sé, se me ha ocurrido así. Creo que no existe, la he improvisado estos días. La experiencia es la esencia del conocimiento y esto es lo contrario a lo experimentado y a lo conocido. Es algo nuevo, es algo inaudito que nos desconcierta. Nunca habíamos pasado por algo así, yo nunca había experimentado esto que veo ahora mismo, mientras hablo contigo, mirando a través de la ventana de mi balcón. Veo una calle sin actividad por dónde pasa el autobús 28, y por allí a lo lejos solo veo a un señor que viene paseando a su perro, nada más. Cuando bajo a por el pan, me atiende una mujer con una mascarilla y guantes. Todo me causa gran extrañeza. Es así que, si el conocimiento lo trae la experiencia, lo que yo estoy haciendo estos días como filósofo es darle vueltas a qué tipo de conocimiento puede brotar de esta experiencia.
P. Estamos ante un vacío de sentido, ¿cierto? Como si viviéramos inmersos en una situación de irrealidad.
R. Esa es la sensación. Yo de niño viví la Guerra Civil española, vi la violencia en toda su brutal realidad, pero precisamente era eso, real. He oído las bombas estallar, he visto caer a un piloto en paracaídas, he visto el fuego de un combate aéreo en los cielos y también he percibido el olor de la muerte; eso lo he vivido yo, era la guerra, y sabíamos lo que había que hacer, ¿pero esto, qué es esto, dónde está aquí la violencia, qué es esta tranquilidad silenciosa que nos amenaza, ese peligro que no se oye, dónde está ese virus inodoro, incoloro e insípido?
En su apartamento, don Emilio habla y camina con el teléfono en la mano. Siempre ha habido una relación estrecha entre pensar y caminar. A los seguidores de Aristóteles, explica Lledó, les llamaban peripatéticos, en griego “los que pasean”. Para Kant su metódica caminata diaria fue indispensable para su quehacer intelectual. El filósofo español siempre ha sido un andariego y sus alumnos recuerdan que era un maestro que en clase prefería dialogar de pie.
P. Decía que no sabe qué brotará de esta experiencia.
R. Eso es. Le estoy dando vueltas. Ojalá que pase algo positivo. La esperanza, hijo, es que nos reinventemos para mejor, que maduremos como sociedad. Aunque no quisiera decir que seamos mejores, no me gusta ser moralista. Prefiero decir, simplemente, que seamos algo más, que después de esta crisis del virus intentemos reflexionar con una nueva luz, como si estuviéramos saliendo de la caverna de la que hablaba el mito de Platón, en la que los hombres permanecen prisioneros de la oscuridad y las sombras. Quisiera que sea así, como te digo, pero me preocupa que esto sirva en cambio para ocultar otras pandemias gravísimas, plagas como el deterioro de la educación, de la cultura y del conocimiento.
P. Apunta a la urgencia renovada de cuidar de lo público.
R. Más que nunca, es fundamental. El esfuerzo que están haciendo los hospitales es un ejemplo. En la Política de Aristóteles ya se decía que la ciudad, la polis en la antigua Grecia, tiene que tener un solo fin, el bien común. Sucede con la sanidad y con la educación, que desde mi punto de vista tiene que ser una y la misma para todos, y no debe estar marcada por clases económicas. Es clave cultivar la inteligencia crítica, y una situación como esta lo revela. Entre tanto exceso de información, de palabras refritas, y peor, entre tanta desinformación, el ciudadano debe ser capaz de plantearse las preguntas propias de una mente libre: quién nos dice la verdad, quién nos engaña, quién quiere manipularnos.
P. Este virus nos hace ahondar en lo político, y también en una cuestión existencial primordial: la muerte.
R. Sí, pero no debemos temerla. Yo ahora mismo veo por mi ventana las hojas de los árboles. Dentro de poco empezará a explotar la primavera, y en la próxima estación esas hojas se caerán y el año que viene saldrán otras. Esa es la continuidad de la naturaleza, y esa continuidad no nos es dada a los humanos. Pero sí nos es dada la de nuestros ideales, la continuidad futura de aspiraciones como la verdad, la justicia, la bondad, la belleza. Todo eso prosigue, aunque tú te vayas fuera de la Historia. Y también es consolador mirar la vida de uno y encontrar que en ella hay cierta coherencia desde el principio hasta el final. Recordar tu vida y no avergonzarte. Saber que te has podido equivocar, seguro, pero que nunca has hecho daño a nadie ni has intentado perjudicar a nadie. Yo estos días estoy reflexionando con el ánimo de escribir algunos de mis recuerdos, y me da la impresión de que soy el mismo que con 23 años se fue a Alemania con 6.000 pesetas en el bolsillo y una maletita. Siento que este hombre de 92 años es el mismo que aquel muchacho. Eso me reconforta.
P. Esto no nos vencerá.
R. En absoluto. Pero debemos estar alerta para que nadie se aproveche de lo vírico para seguir manteniéndonos en la oscuridad y extender más la indecencia. Sobrecoge ver el poder que tienen sobre nosotros ciertas personas disparatadas, pues un imbécil con poder es algo terrible. Deseo de verdad que esto nos sirva para algo como sociedad. Que propicie un nuevo encuentro con los otros en la polis, en la vida en común.