Una pequeña cuesta de tierra conduce hasta las ruinas del convento de los Agustinos en Santa Cruz de la Sierra, un pueblo cercano a Trujillo, en la provincia de Cáceres. Tras una teatral e inmensa cortina nos espera Lourdes Murillo. Cede el paso a los visitantes, y mientras los ojos se van acostumbrando a la semioscuridad, ella ejerce de guía en un recorrido que nos lleva por las raíces de esta artista, que se define como pintora, hija y nieta de ganaderos, de los que aprendió el sentido de la austeridad, una austeridad que refleja en su obra, de una belleza minimalista e impactante a la vez. La propuesta es magnífica, el espacio maravilloso. San Joaquín, El templo del agua es el nombre de la muestra, que estará abierta hasta el 29 de mayo.
Una maravillosa instalación de la artista extremeña en un convento abandonado del siglo XVII
Santa Cruz de la Sierra, Cáceres.-
(Reportaje fotográfico de la autora).
El derruido campanario del convento, coronado por un nido de cigüeñas, se alza a la orilla de un desfiladero de agua. Y el agua es la protagonista de la instalación de Lourdes, y el agua es el origen de algunas leyendas y misterios en torno a este conventual del siglo XVII, del que cuenta la tradición que antes de construirse ya era centro de fenómenos extraños. Sobre el lugar se posaban luces, sombras y destellos que la población creía consecuencia de estar allí enterrados algunos santos e incluso parte de la catedra de san Ildefonso y un fragmento del Lignum Crucis. En 1699 se hizo una excavación para encontrarlos, pero nada se consiguió.
Fue Joaquín Chaves de Mendoza, Conde de Santa Cruz, quien donó los terrenos a los Agustinos Recoletos, para que se instalaran allí. Al principio todo fue como la seda, aunque la adquisición de los terrenos y el pueblo (incluidos sus habitantes) por el conde impidió que se quedaran con ellos los propios vecinos, pese a la promesa del rey Felipe IV de darles opción de compra.
Sobre el lugar se posaban luces, sombras y destellos, que la población creía consecuencia de estar allí enterrados algunos santos.
La comunidad, que se regía por el voto de pobreza, castidad y vida interior, no tardó en enfrentarse al pueblo ¿Motivos?, parece ser que la relajación de sus normas y la tendencia al buen comer, beber y relacionarse con las clases altas. La gota que colmó la paciencia de sus convecinos fue precisamente el uso abusivo del agua que bajaba de la sierra. Tanto la administraron y consumieron los agustinos, que incluso llegaron a secar la fuente pública. Conscientes del valor real y simbólico del agua, los frailes construyeron también una iglesia en torno a un pozo con fama de milagroso, que, se afirmaba, curaba la viruela.
EN LA IGLESIA DEL POZO
Con la desamortización de Mendizábal, los agustinos fueron exclaustrados. Apenas abandonaron los religiosos el recinto, los habitantes de Santa Cruz destrozaron el convento para evitar que volvieran a instalarse. La iglesia en torno al pozo, cavado a pico, hoy cegado, resultó menos dañada que el resto del conventual, y esa sobrecogedora estancia, es el escenario elegido por Lourdes para una instalación que impacta y emociona a partes iguales.
-Para hacer este proyecto -dice su autora- hay que enamorarse del lugar, sentir ese deseo cuya respuesta no existe; volver impaciente a contemplar el espacio divino para soñar con él. Después surgen a borbotones las ideas, llega el oficio y todas las piezas empiezan a encajar”.
Esa sobrecogedora estancia, es el escenario elegido por Lourdes para una instalación que impacta y emociona a partes iguales.
Y vaya que si encajan; un camino de carbón forma el lecho de una hilera de bolas de reluciente y blanca cerámica que enfilan hacia el altar, resplandeciente. al fondo, entre los muros atacados por la humedad y el abandono; unos paquetitos de tela, que asemejan frailes de Zurbarán, quietos y en formación, iluminan un rincón que algún día ocupó una imagen religiosa; un lienzo realizado con sacos de harina grita la palabra mágica y necesaria … y no sigo, porque no puede contarse; hay que verlo, olerlo, escucharlo.
Dice la artista:
-San Joaquín, el templo del agua, se fue convirtiendo en mi Santa Victoria particular, aquella montaña de la Provenza que pintó obsesivamente Cezanne. Yo veía el pico de San Gregorio en lontananza, gris, azulado, sin imaginar que en su falda vivía un templo de enorme dignidad cargado de historia.
Esa historia, la de un pozo arropado por las paredes de una iglesia ahora desacralizada, hurtado a los peregrinos y habitantes de la zona; la de unos monjes que, en lugar de ofrecer paz al pueblo que los acogía, esquilmaron y pusieron precio al agua, generando tanta inquina como para que su marcha desembocara en la destrucción de un edificio bellísimo.
EL AGUA, VITAL
El agua, vital para las personas y para el ganado, precisamente porque Lourdes es hija y nieta de ganaderos y lo sabe bien, es la protagonista de la obra realizada específicamente para esta extraordinaria muestra, “como si fuera un traje a medida”.
-De ellos, de mis padres y abuelos -relata la artista-, aprendí el sentido de la austeridad, y quizá por eso la economía de medios es una constante en mi obra. Conozco el ganado, la lluvia que se aguarda; forman parte de mi memoria y de la de San Joaquín”.
Por eso Lourdes ha concebido el recinto como un inmenso lienzo donde pintar respetando su arquitectura majestuosa. La muestra se compone de siete piezas, número emblemático para Lourdes, que ha integrado con el edificio su visión contemporánea con los materiales de la época.
La luz, la música compuesta también expresamente para la ocasión, la palabra, el agua el fuego, el oro, la madera, son elementos comunes en las iglesias “y, en esta intervención, conforman un homenaje a todas las personas que han hecho posible que al pie de la montaña vigía nos espere el templo del agua”.
Una maravilla digna de verse.