La experta gongorista publica Todo es de oídas, un libro que reproduce fielmente el proceso de Góngora contra el inquisidor Reinoso y entre cuyos documentos la autora encontró el autógrafo del poeta hace dos años
El 20 de enero de 1597 diluvió en Córdoba. Un comisionado de la Santa General Inquisición se apea ante las casas obispales. Empieza el calvario para Jiménez de Reinoso, el principal inquisidor del tribunal cordobés. Al fondo -sin novelerías-, la sombra de Gongóra. El libro que encierra esta historia lleva por título Todo es de oídas (Renacimiento, 2014) y lo firma la gongorista Amelia de Paz sin decir “esta boca es mía”. Es lo que tiene ser “una guardadora de rebaños que dedica sus ocios a la lectura de procesos inquisitoriales y casos de conciencia”, en definición propia, y haber logrado reproducir fielmente una historia que habían sepultado los archivos durante cuatro siglos.
La hispanista confiesa que perdió de golpe unos cuantos amigos el 29 de mayo de 2012. Su culpa fue abrir el Telediario de las nueve a causa de un hecho extraordinario ocurrido seis meses atrás. El lunes 21 de noviembre de 2011, ya tarde, cuando el Archivo Histórico Nacional estaba a punto de cerrar, Amelia apuraba el tiempo con un legajo del Siglo de Oro sobre un proceso inquisitorial ocurrido en la Córdoba de 1597. Y el azar puso en sus manos un autógrafo desconocido de Góngora.
La autora lo cuenta jugando con el lector en el prefacio de un libro que vendrá a presentar a Córdoba este otoño, en cuanto se ponga en marcha la Cátedra Luis de Góngora en la casa dedicada al poeta en la calle Cabezas. Con la difusión de este proceso de Góngora contra el inquisidor Reinoso, la autora deja hablar a los documentos reproduciendo, de la primera a la última sílaba, cómo se contó esta historia ante el tribunal. Todo es de oídas se escribió “en favor de la verdad histórica”, según De Paz. El lector encontrará en sus páginas un retrato auténtico de Góngora y del mecanismo interno del Santo Oficio. “De obligada lectura en universidades y lupanares”, en palabras del académico Francisco Rico.
PREGUNTA. ¿Cuántas pestañas se ha dejado entre legajos del siglo de oro?
RESPUESTA. Pues unas cuantas; ya va una teniendo cierta edad. Y antes que en los legajos (que es en lo que estoy ahora, intentando rastrear huellas de la vida de Góngora), me las dejé en los manuscritos que transmitieron su poesía durante los siglos XVI y XVII, que son numerosos (aunque ninguno autógrafo), y antes de eso en ediciones modernas y estudios acerca de su obra… Estoy en mi fase terciaria, por así decirlo: empecé por lo más actual, leyendo a los grandes maestros y descubriendo a Góngora de su mano, y luego he ido hacia atrás en el tiempo, quitándole capas a la cebolla, buscando a Góngora en las fuentes primarias. Suena un poco friki, pero es que Góngora me fascina. Y todo gracias a un gongorista de primera, Antonio Carreira, que me inoculó el virus gongorino cuando yo tenía quince años.
P. ¿Dijo eureka al hallar hace dos años el autógrafo de Góngora en el Archivo Histórico Nacional?
R. No dije eso ni nada, sino que di un respingo (según mi compañero de mesa). Lo he contado en el prólogo del Todo es de oídas. No podía decir “lo he encontrado” porque no lo buscaba. No sabía que existía. Nadie lo sabía. En los archivos no se puede ir a tiro hecho. Hay que someterse a sus leyes; ellos mandan. No se les puede exigir nada. Nos dan mucho más de lo que esperamos, pero normalmente no aquello que esperamos. Así que es preferible no esperar nada, no ir con pretensiones ni demasiadas ideas preconcebidas. Al principio cuesta, porque hoy somos muy nuestros, pero hay que aprender a dejarse llevar por lo desconocido. Los archivos son siempre una aventura y una lección de humildad.
Los archivos son siempre una aventura y una lección de humildad
P. En su libro, ¿podemos llegar a escuchar “la voz” de los cordobeses de finales del XVI?
R. Sí, aunque pasada por el filtro unificador del secretario que va registrando las declaraciones de los testigos. Pero sí, es lo más parecido a escuchar una grabación de la época, si eso fuera posible, o a abrir una ventana a la Córdoba de 1597, con su ir y venir de gentes, con sus pasiones, con sus afanes. Hoy se llevan las recreaciones supuestamente históricas, pero esto no es ninguna recreación; no he inventado nada. Me he limitado a transcribir, sin meter baza para no estorbar. Los personajes hablan por su boca y yo no los juzgo.
P. Conociendo de su mano el conflicto entre Góngora y Reinoso muchos perderán la inocencia acerca de cómo las miserias humanas también pueden tocar el alma del príncipe de los poetas…
R. Un gran poeta es un mago de las palabras. No tiene por qué ser además un dechado de perfección moral ni tampoco un depravado. Los ha habido santos y los ha habido traficantes de esclavos, y eso ni les quita ni les pone calidad estética. Idealizar a los artistas es de siempre, aunque del Romanticismo para acá esa tendencia se ha exacerbado hasta el ridículo. Pero por mucho que tenga una estatua en la Plaza de la Trinidad, Góngora no era de bronce, era un ser humano, y en este episodio de su vida hizo lo que consideró que tenía que hacer: literalmente, vengar las canas de su padre, en palabras de uno de los testigos. Lo mismo que otros posiblemente hubiéramos hecho en su caso. ¿Era un miserable o era un buen hijo? ¿Y quiénes somos nosotros para juzgarlo? ¿Y qué más da, a la vuelta de cuatrocientos y pico años? Lo extraordinario es que nos dejó El Polifemo, Las Soledades, La Tisbe…
Góngora no vino al mundo para complacer nuestros prejuicios de hombres del siglo XXI
P. ¿Debemos interpretar, conociendo este conflicto, que el poeta acabó denunciando la hipocresía del Santo Oficio y que, en el fondo, era un anticlerical?
R. En absoluto. Góngora vivió del Santo Oficio, porque su padre, don Francisco de Argote, era un oficial de la Inquisición, un juez de bienes confiscados. Es más: algún testigo afirma que el poeta pretendía suceder a su padre en ese puesto (lo cual es posible, pues los empleos se transmitían por vía familiar), y que ese justamente había sido el móvil de su embestida contra el inquisidor Reinoso, al que creyó promotor de la jubilación involuntaria de don Francisco y de que el cargo, en lugar de quedar en casa, pasara a manos de otro, un protegido del marqués de Priego. Góngora no arremete contra la institución inquisitorial, sino contra un individuo en particular y buscando un fin muy concreto: barrerlo de Córdoba. No está haciendo un alegato político ni filosófico. Tampoco está cuestionando a la Iglesia; él era clérigo. Y no aspiraba a dejar de serlo. Ese es otro de los mitos que hoy circulan sobre Góngora, pensar que vivía en conflicto con el medio, que era un rebelde. Cuando el hecho es que estaba perfectamente instalado en ese estamento privilegiado al que pertenecía, por más que a los hijos de la Revolución Francesa y del Romanticismo nos pese y prefiramos hacer de él un inadaptado y un heterodoxo. Pero Góngora no vino al mundo para complacer nuestros prejuicios de hombres del siglo XXI. El anticlericalismo que vemos en algunos de sus poemas responde a una antiquísima tradición literaria (la cual se debe, por cierto, sobre todo a clérigos, que eran los que sabían escribir). Es un fenómeno de consumo interno y, en el fondo, un modo de acatar el orden vigente. También hizo Góngora poemas devotos, a la Virgen de Villaviciosa, al Niño Jesús, al Corpus, a varios santos, y no por ello era más piadoso que cualquiera en su tiempo. A quien quiera asomarse a los intríngulis y contradicciones del clero en la época le recomiendo que lea Las formas complejas de la vida religiosa de Julio Caro Baroja.
P. ¿(Casi) todo es mito y leyenda urbana alrededor de lo que hoy se conoce sobre la vida del poeta?
En la actualidad existe un desfase tremendo entre la producción académica acerca de Góngora, que es sofisticadísima, y la calle, que sin saberlo recoge y repite la estimativa neoclásica convertida en aguachirle a fuerza de rodar. Al gongorismo se le ha subido un poco a la cabeza el siglo XX, que fue extraordinario para Góngora. Se ha vuelto autocomplaciente, verboso, irresponsable, y eso no cuela. Nos aferramos al mito y a la leyenda urbana porque de algo hay que rellenar tanta vacuidad. De ello se encarga la escuela obligatoria, con sus tormentos, con sus inercias, con sus rutinas, donde lo importante es cubrir un programa. Los mayores enemigos que hoy tiene Góngora son los gongoristas y el temario.
Los mayores enemigos que hoy tiene Góngora son los gongoristas y el temario
R. Con su trayectoria investigadora, seguro que conoce mejor a Góngora que muchos de su alrededor. ¿Dista mucho Don Luis de la imagen de oscuro, grave, serio y severo que nos ha llegado?
Como de aquí a la luna. Góngora es ingenioso, hedonista, divertido, ameno, deslumbrante. Y un enamorado de la belleza. Nada que ver con el muermo que nos han pintado. El que piense lo contrario que lo lea. ¿Cree usted que le hubiera dedicado tantas horas de mi vida si fuera un tostón? Ya digo: nos han engañado. Somos víctimas de un sistema educativo muy dañino y triste, que nos ha impedido disfrutar de Góngora, de Cervantes. No puede haber perversión mayor. Deberíamos demandar a nuestros profesores de Literatura.
¿Cree usted que le hubiera dedicado tantas horas de mi vida (a Góngora) si fuera un tostón?
P. Cuando pasea por Córdoba, ¿es capaz de imaginar los manuscritos de Góngora volando de mano en mano por las calles del XVII?
Soy poco fantasiosa. Pienso a menudo en el entorno cordobés de Góngora; en él se fraguó su personalidad y se produjo buena parte de su obra. Intento formarme una idea ajustada a los hechos. Sobre la difusión de su poesía se saben cosas, pero de modo fragmentario. Es mucho más lo que ignoramos todavía.
P. La recuperación de la poesía gongorina en el siglo XX ¿le debe más a Dámaso o a Lorca?
R. No sabría medirlo. Les debe mucho a los dos: a Dámaso Alonso, por lo bien que la conocía; a Federico García Lorca, por lo bien que la desconocía. No creo que Lorca tuviera formación para entender a Góngora. Ni falta que le hacía. Lo que tenía era un instinto prodigioso para calar su esencia, más allá del sentido. Los poetas suelen ser excelentes malinterpretadores de otros poetas.
No creo que Lorca tuviera formación para entender a Góngora. Ni falta que le hacía
P. Hay quien nunca hubiera entendido Las Soledades sin ir de la mano de Dámaso…
R. Sin duda. Las Soledades son el poema más complejo de Góngora, y don Dámaso es un guía maravilloso, como lo son Robert Jammes o el propio Carreira, que también lo editaron. Los tres poseen en alto grado cualidades que raramente se dan juntas: máximo conocimiento del poeta y máxima claridad expositiva; rigor y honestidad intelectual. Los tres están a la altura de Góngora, que se dice pronto. Un verdadero regalo para el lector.
P. ¿Cómo se explica usted que en Córdoba, durante cuatro siglos, no se haya creado prácticamente ninguna institución que gravite en torno a la figura de Góngora? ¿Que no exista una Córdoba de Góngora como un Londres de Shakespeare o un Madrid de Cervantes?
R. En Córdoba se ha querido mucho a Góngora y se ha hecho mucho por él, del siglo XVII para acá, empezando por sus propios contemporáneos, que coleccionaron con fervor sus versos. Creer que las instituciones tengan que ocuparse de los escritores y de los artistas en general es un fenómeno más reciente, del siglo XIX, cuando se inventa la cultura con ka mayúscula (la Kultur germánica) y el Estado se erige en su garante. Ahí empieza el desastre. Hoy sigue dominando la creencia de que así ha de ser, y que lo contrario es de bárbaros. Pero Córdoba es una ciudad profundamente civilizada —si se me permite la tautología—, donde no es preciso rendir culto a sus poetas, ni a sus filósofos ni a nadie en el templo de la Cultura, porque ellos son parte inherente de su ser, son su sustancia misma. Córdoba no necesita un Stratford-upon-Avon de cartón piedra para turistas; toda Córdoba es lugar gongorino. Y no es exacto que las instituciones cordobesas se hayan desentendido de Góngora. Por no remontarnos más atrás, desde 1997, con el patrocinio institucional, han pasado por Córdoba las mayores autoridades en Góngora de todo el mundo. Ha sido posible gracias a la iniciativa y al esfuerzo de un cordobés benemérito, Joaquín Roses, que lleva mucho tiempo desviviéndose por Góngora. A partir de este próximo otoño, en la Casa Góngora de la calle Cabezas, arranca por fin un viejo proyecto suyo: la cátedra Luis de Góngora. Desde aquí le deseo suerte e inspiración.
Toda Córdoba es lugar gongorino