El pasado compartido
Las bombas de las milicias serbias destruyeron unos 700 manuscritos e incunables de la Biblioteca Nacional de Sarajevo, que quedó reducida a cenizas en 1992. Entonces se hizo evidente para la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) la necesidad de cuidar “una memoria compartida” que se transmite de generación en generación a través de los documentos, archivos y bibliotecas. Nació así el Programa Memoria del Mundo y, poco después, un registro que —como el listado de lugares patrimonio de la humanidad— reconoce los textos, dibujos, fotografías y películas que ayudan a comprender mejor la historia de todos.
En ese programa se encuentran protegidos desde el libro impreso con caracteres móviles metálicos más antiguo que se conserva (Antología de enseñanzas zen de los grandes maestros budistas, de 1377) hasta el archivo completo de la construcción y caída del muro de Berlín. Desde el Tratado de Tordesillas con el que los reyes de Castilla y Aragón y el de Portugal se repartieron el Nuevo Mundo en 1494 hasta grabaciones originales de Carlos Gardel o la película de Víctor Fleming de 1938 El mago de Oz. Un listado heterogéneo, a ratos caótico y desordenado y, sin duda, interesantísimo.
Uno de los responsables del Programa Memoria del Mundo, Boyan Radoykov, explica que el objetivo es proteger el patrimonio documental de la humanidad, siempre en peligro. Y no solo por culpa de las guerras. Si soportes como el papel, la piedra, la tela y el papiro pueden perecer a manos del tiempo, la humedad, el calor y mil variedades de microorganismos, las películas, los archivos de audio y video, discos y disquetes pueden hacerlo por la obsolescencia tecnológica.
Dentro del programa hay distintas iniciativas (premios, redes de expertos que en digitalización y otros métodos de conservación, proyectos para proteger o reconstruir archivos en todo el mundo…), pero desde el principio sus responsables sabían que lo más eficaz era hacer un registro, un listado como el del Patrimonio de la Humanidad, que tanto ha contribuido a aumentar el respeto por los edificios, monumentos y espacios naturales de gran valor para la cultura. En el momento en que un documento o archivo entra en el listado Memoria del Mundo, el país o países que lo ha propuesto se comprometen a protegerlo y a facilitar su conocimiento y su acceso (a ser posible, digitalizándolo). La Unesco no guarda documentos, solo otorga un sello de calidad que atestigua su importancia universal.
Echar un vistazo al registro es una curiosa forma de acercarse a un país y a cómo se ve dentro de la historia. España, por ejemplo, tiene varios documentos relacionados con América, como el Tratado de Tordesillas. En Italia la mayoría tiene que ver con la Edad Media; por ejemplo, el Archivo de Lucca, que guarda 1.800 pergaminos anteriores al año 1000. En la lista francesa están desde el Tapiz de Bayeux (una enorme tela del siglo XI en la que está bordada la historia previa a la conquista normanda de Inglaterra) hasta el archivo del científico Louis Pasteur. Entre los aportes estadounidenses se pueden encontrar los registros del programa Landsat, es decir, las imágenes vía satélite más fieles de la superficie terrestre.
PROTESTAS. ¿Útil? Tal vez. ¿Conflictivo? Seguro, porque la memoria es muy frágil, voluble, interesada, controvertida y muy molesta. En 2013, Estados Unidos protestó enérgicamente por la inclusión en el registro de los escritos del Che Guevara: “Es una figura polémica que defendió la violencia”, escribió el embajador del país ante la Unesco. Hace unas semanas, Rusia criticó que se hayan registrado papeles sobre los prisioneros japoneses en Siberia después de la II Guerra Mundial. Japón ponía el grito en el cielo a cuenta de la Masacre de Nanjing, y los 28,5 millones de euros que el Gobierno nipón ha amenazado con quitarle a la Unesco suponen el 10% del presupuesto de la organización, con el que financia el Programa Memoria del Mundo y muchos otros.
No le corresponde a la Unesco juzgar ni interpretar los hechos históricos, solo “se busca preservar y hacer disponible la documentación de valor universal e importancia mundial en la que los historiadores puedan basar sus propios análisis”, dice Abdullah El Reyes, presidente del Comité Asesor Internacional del Programa Memoria del Mundo. Este comité examina las candidaturas a entrar en el registro basándose en “una evaluación rigurosa, imparcial y profesional”, asegura. Formado por 14 expertos elegidos por la directora general de la Unesco (en estos momentos hay un alemán, una antillana, un australiano, un austriaco, una búlgara, un brasileño, una camboyana, un checo, un emiratí, un finlandés, una neozelandesa, una nigeriana, un senegalés y un tunecino), el grupo se reúne cada dos años y vota.
En España, el subdirector general de los Archivos, Severiano Hernández, admite esos juegos de lobby que suelen funcionar en los organismos multilaterales, pero a la vez minimiza su impacto y defiende el programa de la Unesco porque apoya la búsqueda de una memoria que “aunque no sea común, sea compartida”, y porque es un organismo “que se supone neutral”. “Nadie puede abstraerse de las presiones externas ni de los prejuicios propios, eso es imposible”, añade el experto del Instituto Elcano Mario Esteban, “pero con todos los fallos que pueda tener, siempre será mejor que sea la Unesco la que haga de árbitro y no que lo decidan, por ejemplo, China o Japón”. Otra cosa es que, al final, la memoria más extendida no sea la que fijen los historiadores a partir de esos documentos, sino la que fije Hollywood. Pero eso ya es otra película.