Hoy quiero hablar del corazón y de los libros. Y de los pequeños jardines y de la primavera. Pero sobre todo de quienes considero que son los grandes olvidados en el universo de los libros. Hoy quiero hablar y darle mi aplauso diario a quienes hacen de las bibliotecas los templos de la palabra, de la memoria y la sabiduría. Hombres y mujeres que conectan como nadie a los autores con los lectores.
Es primavera. Todos los años, a finales de diciembre, hago lo imposible por despejar y cuadrar mi calendario del año siguiente y poder pasar los meses de abril y mayo en casa, aunque sea sólo una semana seguida. No siempre lo consigo. Vivo en una casa extraña. En mi familia la llaman “la casa de Hobbit”. La puerta apenas se ve, oculta por la hiedra y por una escalera de piedra que dificulta el acceso. A media mañana me tomo un café sentado en lo alto de la escalera, repasando con la vista a los míos: mis dos lilos (los gemelos), Norma (la higuera), Salvador (el ciprés), Clea (la encina) y ahora Guille (el sauco adolescente). Durante el invierno, mi gran ilusión es poder ver florecer las lilas y dejar que su aroma lo envuelva todo. Es una ilusión pequeña y quizá infantil, pero nunca sé cuándo va a ocurrir exactamente y eso hace que acertar resulte complicado. A veces, sentado en mi escalera con el tazón de café con leche en la mano, siento el alivio que produce lo bien hecho. Tengo una familia que crece bien y a la que quiero. Nos relacionamos como podemos o sabemos o imagino, pero nos alimentamos los unos de los otros, sanos en una compañía que no comparto.
Tengo más libros escritos que árboles plantados en mi jardín y este año, en estas semanas en que he visto florecer las lilas y el verde joven que ha cubierto a los demás miembros de mi familia, he decidido que eso debe cambiar. A partir de ahora, cada libro que escriba tendrá también su árbol en mi jardín. Es lo justo. Donde hay cabeza, debe haber también corazón. Así en la tierra como en los libros. De eso quería hablar hoy: del corazón y de los libros. Y de los pequeños jardines. Y también de la primavera.
Desde hace un par de meses el planeta vive una realidad extraña. Cada uno nos hemos adaptado a ella como hemos podido, la mayoría con miedo a lo real, muchos/as con miedo a lo que ha de llegar. En mi ámbito profesional –el mundo del libro- el temor despertó, como en casi todos, muy pronto. Hemos hablado los/as autores/as, libreros/as, editores/as, agentes y lectores/as. Hemos podido hacer oír nuestras voces, manifestar opiniones, exigencias, solidaridad, inconformidad y desaliento. Se han buscado ayudas, apoyos, ha habido cambios de fechas, actos suspendidos, novedades relanzadas… Empatía. En mayor o menor medida, una oleada de empatía nos ha gobernado en cuanto hemos entendido que estamos juntos en esto y que, aunque suene redicho y quizá también barato, estamos obligados a ser familia: pasamos semanas y meses sin llamarnos, pero cuando hay una desgracia importante, nos unimos para ser más fuertes.
Y eso, efectivamente, nos hace más fuertes.
Pero esta familia tiene una rama huérfana: es la rama de la hija abnegada, la que apenas se ve porque es la que siempre está. En los momentos más oscuros es la fuerte; en las celebraciones es la que nunca llega a tiempo para salir en la foto porque no le gusta molestar y porque además los demás se acuerdan de ella cuando ya es tarde y el grupo se ha disuelto. Esta familia que somos durante estos dos meses no se ha portado bien con quien la mantiene fuerte y quizá le deba una disculpa y también un homenaje. Hoy, sentado en mi escalón, mientras reviso que mis compañeros de vida están bien, siento que nuestro aplauso, el de quienes escribimos, leemos, recitamos y formamos parte de este pequeño universo de letras vivas, debería ir a quienes no han encontrado un gesto, una voz ni una sola mirada de reconocimiento desde que el confinamiento nos disolvió en burbujas de intereses propios. Me refiero, cómo no, a los/as bibliotecarios/as.
Los momentos más emocionantes de mi vida como escritor y como lector los he vivido en las bibliotecas: he visto bibliotecarias disfrazadas de Mary Poppins, de Pippi Calzaslargas, de Alicia en el País de las Maravillas… He visto bibliotecarias llorar por no poder comprar libros para sus bibliotecas, a un bibliotecario enseñar a leer a un niño en su hora de comer… Lo más hermoso que este mundo del libro me ha dado no han sido los libros, sino la lección de ilusión, de fe y de amor del bueno que he visto y respirado en todas las bibliotecas en las que he estado. Sin bibliotecas, muchos autores/as no llegaríamos a ningún lector. Sin bibliotecas, muchos niños/as y niñas creerían que los autores son simplemente nombres impresos en una cubierta, no hombres y mujeres que respiran y sudan verdades y ficciones como ellos/as.
Llevamos dos meses mirando mal, porque nuestra mirada es incompleta. Pero quizá no sea tarde. El aplauso, el mío, es para quienes trabajan su jardín con el deseo de que sus árboles sean bien común y el aroma de sus flores llene cuantos más pulmones mejor. El aplauso, hoy y hasta siempre, lo merecen esos hombres y mujeres que conocen el nombre de los niños y las niñas que se refugian entre sus paredes porque encuentran allí lo que quizá la vida no sabe o no puede darles.
A partir de hoy, todas las mañanas, mientras desayune en el escalón de piedra de mi escalera, antes de saludar a mis árboles desde lo alto, habrá un minuto de aplauso para vosotros/as, queridos/as guardianes/as de la palabra.
Mis manos son vuestras.
FUENTE: https://elasombrario.com/aplauso-diario-guardianes-palabra-bibliotecarios/